LA TRAMA MACABRA por RAIMONDO GUSTAVO
El hombre se encontraba solo en su habitación, como era costumbre en los últimos 12 años, desde que su esposa falleció. "Su caso es terminal; sólo es cuestión de días, tal vez unas pocas semanas" –le informó el oncólogo– Su resignación tardó en llegar, pero llegó y se convirtió en rutina, al igual que su trabajo como encargado de la estafeta postal número 21 de Barracas. Los dolores articulares siempre, musculares a veces y óseos esporádicamente, le recordaban a diario que su retiro estaba próximo. Se acomodó en su sillón favorito, apoyó los pies sobre el viejo taburete y, con el control remoto bajo su mando, comenzó a barrer la pantalla televisiva buscando alguna película que lo distrajese, al menos por un breve lapso, de la tortura diaria de soportar su asfixiante soledad. Se detuvo en el canal 39, no porque la escena lo atrapara, pues la película estaba empezada, pero sí por su música. Era orquestada, con acordes que denotaban suspenso. En la pantalla, la sombra se recortaba contra los muros gastados del edificio. Su andar era pausado pero firme, aquella figura siniestra era el condimento ideal para esa música que crecía en intensidad; sus acordes inspiraban miedo y desazón. De pronto, al cruzar un callejón iluminado, esa diabólica efigie dejó ver su rostro. Fue un instante que bastó para que el hombre se sobresaltara de terror. Sin duda, la escena lo había atrapado. Se sintió inquieto, con un cosquilleo interno que le provocó un escalofrío breve y molesto. Aplastó con fuerza su espalda en el sillón, como si quisiera introducirse dentro de él buscando protección, bajó los pies del taburete lamentando no haber visto la película desde el inicio y observó inquieto como aquella criatura del espanto se introducía por un oscuro pasillo hasta llegar al pie de una escalera en forma de caracol. Nada hacía prever el desenlace. ¿Que oscuro propósito perseguía aquél ser abominable? Su ascenso era acompañado por estruendosos golpes de tambor. Un peldaño, dos... quince, primer descanso; Un peldaño, dos... —el sonido del tambor lastima los oídos—, quince, segundo descanso. La música hace un giro violento. Es, sin duda, aterradora. La figura se interna por el corredor en busca del último cuarto. En su trayecto extrae un cordel de un bolsillo interno y lo sostiene de uno de sus extremos. En la pared débilmente iluminada, se ve claramente como vivorea aquél elemento al compás de su andar. De pronto, música y figura se detienen. El silencio invade la escena y la habitación; su pulso se acelera, ansía el final, no soporta un minuto más de suspenso. ¿Y ahora qué? — Se preguntó —. En un acto inesperado, aquél malévolo ser arremetió contra la puerta con una estruendosa, certera y destructiva patada. La madera cedió. La música acrecentó su intensidad hasta lo intolerable. El hombre estaba absorto, lleno de pánico, observando, a través de la hipnotizadora pantalla, cómo la figura entraba en la habitación. Ahora son las dos manos las que sostienen tensamente el cordel asesino. La trama se aclara y el desenlace es obvio y quizá, hasta previsto. La cámara que todo lo capta se ubica por detrás del asesino, permitiendo observar que en el otro extremo, ajeno a cuanto acontece, de espaldas al intruso, se encuentra un hombre sentado en un sillón ejercitando la sana, familiar e inofensiva costumbre de mirar televisión.
El hombre se encontraba solo en su habitación, como era costumbre en los últimos 12 años, desde que su esposa falleció. "Su caso es terminal; sólo es cuestión de días, tal vez unas pocas semanas" –le informó el oncólogo– Su resignación tardó en llegar, pero llegó y se convirtió en rutina, al igual que su trabajo como encargado de la estafeta postal número 21 de Barracas. Los dolores articulares siempre, musculares a veces y óseos esporádicamente, le recordaban a diario que su retiro estaba próximo. Se acomodó en su sillón favorito, apoyó los pies sobre el viejo taburete y, con el control remoto bajo su mando, comenzó a barrer la pantalla televisiva buscando alguna película que lo distrajese, al menos por un breve lapso, de la tortura diaria de soportar su asfixiante soledad. Se detuvo en el canal 39, no porque la escena lo atrapara, pues la película estaba empezada, pero sí por su música. Era orquestada, con acordes que denotaban suspenso. En la pantalla, la sombra se recortaba contra los muros gastados del edificio. Su andar era pausado pero firme, aquella figura siniestra era el condimento ideal para esa música que crecía en intensidad; sus acordes inspiraban miedo y desazón. De pronto, al cruzar un callejón iluminado, esa diabólica efigie dejó ver su rostro. Fue un instante que bastó para que el hombre se sobresaltara de terror. Sin duda, la escena lo había atrapado. Se sintió inquieto, con un cosquilleo interno que le provocó un escalofrío breve y molesto. Aplastó con fuerza su espalda en el sillón, como si quisiera introducirse dentro de él buscando protección, bajó los pies del taburete lamentando no haber visto la película desde el inicio y observó inquieto como aquella criatura del espanto se introducía por un oscuro pasillo hasta llegar al pie de una escalera en forma de caracol. Nada hacía prever el desenlace. ¿Que oscuro propósito perseguía aquél ser abominable? Su ascenso era acompañado por estruendosos golpes de tambor. Un peldaño, dos... quince, primer descanso; Un peldaño, dos... —el sonido del tambor lastima los oídos—, quince, segundo descanso. La música hace un giro violento. Es, sin duda, aterradora. La figura se interna por el corredor en busca del último cuarto. En su trayecto extrae un cordel de un bolsillo interno y lo sostiene de uno de sus extremos. En la pared débilmente iluminada, se ve claramente como vivorea aquél elemento al compás de su andar. De pronto, música y figura se detienen. El silencio invade la escena y la habitación; su pulso se acelera, ansía el final, no soporta un minuto más de suspenso. ¿Y ahora qué? — Se preguntó —. En un acto inesperado, aquél malévolo ser arremetió contra la puerta con una estruendosa, certera y destructiva patada. La madera cedió. La música acrecentó su intensidad hasta lo intolerable. El hombre estaba absorto, lleno de pánico, observando, a través de la hipnotizadora pantalla, cómo la figura entraba en la habitación. Ahora son las dos manos las que sostienen tensamente el cordel asesino. La trama se aclara y el desenlace es obvio y quizá, hasta previsto. La cámara que todo lo capta se ubica por detrás del asesino, permitiendo observar que en el otro extremo, ajeno a cuanto acontece, de espaldas al intruso, se encuentra un hombre sentado en un sillón ejercitando la sana, familiar e inofensiva costumbre de mirar televisión.
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